Viapraetoria

¡THALASSA, THALASSA! La expedición de los 10.000


En septiembre del año 401 a. C. más de 10.000 mercenarios griegos enrolados en el ejército del pretendiente al trono persa, Ciro el joven, se enfrentaron en la batalla de Cunaxa a las tropas de Artajerjes, el heredero por derecho al trono de Dario II  y hermano de Ciro. El enfrentamiento se saldó con la victoria de las tropas de Ciro, cuyos componentes griegos, bregados en la reciente Guerra del Peloponeso, impusieron su disciplina ante las tropas de Artajerjes. Sin embargo, la muerte de Ciro en una de las escaramuzas de la batalla dejó la expedición huérfana de líder y a los mercenarios griegos abandonados a su suerte en un territorio ajeno y hostil. 

Combatía entre las tropas griegas Jenofonte. Político, historiador y militar ateniense, quien, en contra del consejo de su maestro Sócrates, había decidido enrolarse en las tropas que apoyaban la candidatura al trono de Ciro. Será Jenofonte, tras la batalla de Cunaxa, uno de los líderes que guiarán a las tropas en su duro camino de regreso y quien años después dejará plasmada la expedición en su obra Anábasis.  Es precisamente su presencia en los acontecimientos narrados y su obsesión, como militar, por dar cuenta de detalles que para otros no pasarían de ser meramente anecdóticos lo que otorga un especial valor a esta obra. 

Así, durante todo el libro primero, Jenofonte nos informa detalladamente del itinerario y las etapas realizadas hasta llegar al fatal desenlace en Cunaxa. Nos ofrece el ateniense una pormenorizada descripción de las distancias recorridas y número de etapas, deteniéndose a nombrar los ríos vadeados y la anchura de éstos. No está libre de dificultades el análisis de este tipo de registros, pues, si ya la lectura en términos griegos como el estadio ofrece no pocos problemas a la hora de calcular en nuestro sistema métrico, pues el estadio griego variaba de longitud en las distintas polis griegas, el hecho de que Jenofonte hable en parasangas -una medida de longitud persa- da una vuelta de tuerca adicional a tan complejo ejercicio. 

Ya en el camino en busca del ejército enemigo los griegos perdieron muchos animales de carga, pues transitaron por lugares de escasa vegetación. Pero no sería hasta después de la batalla -que Jenofonte narra al final del libro primero- cuando las cosas se pondrían realmente peliagudas. En efecto, aunque los griegos impusieron su superioridad, la muerte de su líder en el combate y el posterior saqueo del campamento griego por las tropas persas dejaron a los mercenarios en una más que comprometida situación: sin líder (y protector) y sin vituallas. 

Buen indicio de la envergadura del enfrentamiento es que, tras poner en fuga el ala izquierda de la infantería griega a la caballería persa, se extrañaban los helenos al no recibir felicitaciones por su éxito, ajenos todavía a la muerte de Ciro y al saqueo de su campamento. Ni siquiera al amanecer del día siguiente tenían todos los griegos noticia de la muerte del pretendiente al trono persa. 

Ya conocedores por completo de su comprometida situación, reciben la visita de Felino, un compatriota al servicio de las huestes de Artajerjes. Éste les conmina a entregar las armas, a lo que los griegos se oponen. Finalmente llegan al acuerdo de ofrecer tregua siempre y cuando el ejército griego no levante su campamento ni para avanzar ni para retirarse. 

De manera natural, Clearco se alza como nuevo líder de las tropas griegas y, sabedores de que el río Tigris se interpone entre ellos y las tropas enemigas, deciden emprender una marcha de regreso a tierras griegas, sufriendo esa misma noche la defección de 40 jinetes y 300 infantes tracios. 

Viendo Artajerjes que los griegos han levantado el campamento contraviniendo el acuerdo, pero temeroso del potencial militar de éstos, ofrece una nueva tregua para que puedan avituallarse y se compromete a permitir el regreso de los mercenarios a Grecia ofreciéndoles a su sátrapa Tisafernes, quien tenía que seguir la misma ruta para regresar a sus dominios, como guía. Pero la desconfianza mutua entre persas y griegos es creciente y los rumores entre los dos bandos no paran de aumentar. Finalmente Tisafernes invita a Clearco y los principales mandos griegos a su campamento a fin de acabar con las suspicacias generadas y castigar a quienes han estado difundiendo tan perjudiciales rumores. Aprovechando la ocasión, los persas apresan y ejecutan a todos los líderes griegos que han acudido al encuentro. 

Es en ese momento cuando emerge la figura de Jenofonte. Comienza el propio autor el libro III narrando la desoladora situación en la que se encontraba la tropa tras la traición persa: 

Presos los generales y muertos los capitanes y soldados que les acompañaban, los griegos se hallaban en gran apuro, considerando que estaban a las puertas del rey y que por todas partes les rodeaba multitud de pueblos y ciudades enemigos. Nadie les proporcionaría víveres para comprar. Se hallaban separados por Grecia por no menos de diez mil estadios y no contaban con un guía para el camino. Ríos infranqueables les estorbaban el paso hacia la patria. Y los bárbaros que subieron con Ciro les habían traicionado. Se hallaban solos, sin un jinete que les ayudase. De suerte que, si vencían, era seguro que no podrían matar a nadie, y si eran vencidos, perecerían hasta el último. Considerado todo esto y dominados por el desaliento, pocos de ellos probaron comida por la tarde, pocos encendieron fuego, y por la noche no acudieron al servicio del campamento. Cada uno se acostó donde se encontraba. Y no podían dormir con la congoja y tristeza de su patria, de sus padres, de sus mujeres, de sus hijos, a los cuales pensaban que no volverían a ver. En tal estado de ánimo estaban descansando. 

Ante tal panorama, decíamos, surge la figura de Jenofonte, quien propone nombrar nuevos líderes que sustituyan a los masacrados por Tisafernes, entre los cuales estará finalmente el propio Jenofonte. 

Con un ejército sin caballería, sin guías y sin posibilidad de mercadeo, la primera acción que llevan a cabo los nuevos líderes es la quema de los carros y las tiendas de campaña a fin de aligerar la carga lo más posible. Pronto comienzan a ser hostigados por las tropas persas. Inicialmente son arqueros y honderos quienes causan bajas entre los griegos. Pero éstos, viendo su desventaja en este tipo de combate, consiguen organizar una pequeña tropa de caballería con las mejores monturas que pueden elegir de entre las acémilas.  Así como una unidad de honderos, principalmente rodios, cuyos proyectiles tienen más alcance que los de los persas. Con estas disposiciones logran minimizar el daño producido por los ataques persas, que no obstante van mermando el ejército griego etapa tras etapa. 


Itinerario seguido por los mercenarios griegos. Fuente:  https://sobrehistoria.com/wp-content/uploads/anabasis1.jpg

Tras no pocos trabajos y sufrimientos, los griegos logran atravesar el Éufrates. Pero las cosas no parecen mejorar. Al contrario, las copiosas nevadas y el frío viento del norte causan multitud de bajas entre los animales de cargas y los esclavos, así como de 30 soldados. Es obligatorio recordar en este punto que entre el ejército griego, como era habitual en la Antigüedad, iban numerosos esclavos y mujeres. Es indicativo en este sentido cómo Jenofonte diferencia por un lado a los soldados y por otro a los animales carga y los esclavos. 

En tan duras condiciones y sin acceso a leña para calentarse y sin alimento; muchos de ellos ciegos por el frío viento y con las extremidades congeladas,  empieza pronto a extenderse la bulimia entre la soldados. Y cuando Jenofonte habla de bulimia se refiere a la enfermedad bautizada por los propios griegos con ese nombre: «hambre de buey». A saber, la de aquellos que ante la desesperación por la falta de alimento se echaban a la boca lo primero que encontraban, fuera cuero, arena o cualquier otra cosa. 

Sólo la llegada a las primeras aldeas evita que el número de bajas siga aumentando. Allí encuentran cobijo y alimento e incluso guías entre los pobladores, uno de los cuales les enseña el truco de envolver los cascos de las monturas y los animales de carga para impedir que se hundan en la nieve. Tras reemprender la marcha, pronto son hostigados por nuevos enemigos. Es durante una de las etapas cuando llega a Jenofonte un inmenso griterío. Éste, pensando que se trata de un ataque, se ve obligado a montar rápidamente en su caballo para constatar qué estaba ocurriendo. Según se acercaba al origen del griterío, fueron aclarándose las voces hasta poder distinguirse perfectamente lo que decían: «¡El mar, el mar!» (thalassa, thalassa)

No acabarán aquí las desventuras de aquellos griegos, puesto que ante la imposibilidad de embarcar a tal número de personas, deciden enviar a uno de sus mandos por mar en busca de una flota que pueda evacuarles. El resto deciden continuar por tierra, teniendo que enfrentarse a nuevos desafíos… Pero conocerlos ya es cosa vuestra. 

  • La edición de la Anábasis utilizada ha sido la traducción de Ángel Sánchez-Rivero para la editorial Planeta (Barcelona, 1993)
  • Os dejo un enlace a una interesante conferencia sobre la expedición de los diez mil a cargo de Eva Tobalina, profesora de Historia Antigua de la Universidad Internacional de La Rioja: 

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